Fermín
Caballero Bojart. 25 Aniversario COU 85/86. 30 de abril de 2011.
Queridos profesores, estimados compañeros externos, internos y
“mediopensionistas”:
Cuando leí por primera vez la lista con los nombres de todos los
compañeros convocados a este encuentro, pensé que tenía entre mis manos aquel
AVE que cada fin de curso resumía el año escolar. Sin embargo, lo que sujeto
con ellas es una muestra de cariño de esas que la vida regala de vez en cuando.
La tarea de resumir los años más voraces de nuestra adolescencia, los que
marcan a hombres y mujeres para siempre, es algo que no está al alcance de
cualquiera. Por ello, me vais a perdonar ciertas insolencias, a propósito de
lagunas mentales que, Dios me libre, no faltan a la verdad.
¿Inglés o francés? Nos preguntaban. Y guardando una ordenada
fila otra vez decidimos parte de nuestro futuro. Sin miramientos nacionalistas
y sin demasiados esfuerzos, nos debatíamos por hacer las cosas lo mejor posible
con nuestro idioma, que no sé muy bien si hoy nos une o, por el contrario, nos
divide aún más.
Volaban los cursos y los pollos. Empezaban a llegar gallitos de
campo y barro, de ciudad y asfalto, nuevas hornadas de maestros. El colegio
evolucionaba para continuar enseñando con rigor. Nos enseñaban el valor del
esfuerzo.
Nunca habíamos visto tanto campo de fútbol junto. Anduvimos por
la calle Valencia muchos paseos. Si llovía esperábamos clemencia y si nevaba
nadie se movía del estudio. Era un regalo para la vista ver la vasta
extensión que se divisaba desde las rocas que llevaban al oasis, pero un
condenado esfuerzo regresar todos los días andando. Aquel campo de libertad,
donde los sueños de los campeones se diluían por unas horas, nos agasajaba con
el aire más puro. Mereció la pena correr como cabras de regreso a clase para
salvar la puntualidad.
He tenido suerte de arraigar parte de mi vida en Sigüenza.
Raíces regadas desde antaño por pupitres de una cajonera y un asiento sobre
cuatro patas de un solo tubo, patentados y construidos por mi padre, por largas
horas de espera en la parada del autobús o en la estación del tren de los
deseos, por los cursillos de verano, por literas y armarios rodeados de sucias
y desgastadas paredes, por todo lo que me alimentó dentro de aquella mole de
piedra he sido afortunado. También porque detrás de cada rincón, había una mano
para castigar, una mirada para reprender o un momento para rezar y cantar junto
al coro que alargaba las misas exprés de aquel corazón de gafas oscuras y mano
de hierro que se apellidaba Estrada. Y
así, desde entonces, fuimos creciendo.
Más tarde, nuestros destinos se cruzaron y divagamos entre
diligentes filas de niños flacos, mal peinados y de ropa arrugada. De niños con
grandes luces y brillantes ideas de ingenieros, economistas, abogados, médicos,
algún hacker y demasiados constructores. Por entonces internos y encadenados.
Volver a veros ahora, 25 años después, me parece una parada en
la tienda de Martínez, una escapada al estanco con algún adolescente avezado,
una mirada furtiva a las faldas de cuadros o una bronca de don Antonino por
haber ido corriendo a comulgar.
Vislumbro en vuestros recuerdos, de canarios enjaulados, la
tabla de gimnasia de un oasis arenoso, un puesto de golosinas junto a la
robusta puerta del colegio y más allá el humo de la churrería.
Respetábamos a un duro portero de boina calada que puntualmente
abría a las cuatro, para atravesar el viejo patio de piedra gris y esquilmada
que lleva a las interioridades por la capilla de cuatro puertas.
Un crucifijo en cada aula; tediosos e indescifrables exámenes de
griego, de células y mitocondrias de melosas funciones, de infinidad de
ecuaciones. Muchas escaleras fotogénicas, baldosines y rejas, puertas blancas y
pizarras verdosas, una escueta biblioteca, una larga cocina, el gimnasio, la
secretaría y nosotros, siempre atentos al timbre para salir lanzados por
aquellos resbaladizos pasillos en busca de los quince minutos de gloria y
libertad.
De vuelta a clase os confieso, ahora que no nos oye casi nadie,
que he visto copiar a los empollones, calcar a los mejores dibujantes, dormir a
los profesores en clase, fumar en los lavabos, sufrir en los castigos, pedir en
los recreos, robar en los dormitorios, derrochar motes, llorar pesadas bromas y
angustiosas esperas para una llamada telefónica.
Sentado me quedaba en la repisa de alguna ventana a la hora de
cenar. El último año esperaba, al atardecer, que corrieran los días para
hacerme mayor. Ahora que ya lo soy quiero volver allí, a aquellas penosas
tardes de invierno seguntino en que quedábamos rendidos a la evidencia de lo
absurdo, embelesados por una mosca en medio de la nada, apurando chuletas para
los exámenes finales como locos encerrados. Pero a salvo de todas las crisis.
Incluidas las de fe.
Seguramente cada uno de nosotros tiene un feo y un buen
recuerdo. Hoy queda aparcada toda duda sobre los viejos fantasmas de la
imprudente juventud. Me quedo con vuestros satisfechos semblantes que,
henchidos de nostalgia, permanecerán por mucho tiempo en nuestros corazones,
los cuales deben quedar agradecidos a los que han hecho posible este bonito
intento de memoria histórica.
Un recuerdo que deberíamos alimentar cada día, con actitud
delicada y reverencial, hacia aquellos que hicieron posible que supiéramos algo
de historia, de filosofía, de lengua o de literatura.
Decía el escritor y periodista italiano Leonardo Sciascia que
"un hombre es aquello que sus primeros años de vida han hecho de él"
y aquí todos los presentes, a los que alguien gustaba decir, entre lección y
lección, "a los hombres se les mide cuando tienen barba", ya tenemos
el suficiente rédito terrenal como para comprender que el color de la vida a
los cuarenta es canoso y arrugado.
Con el recuerdo de aquellos años, hemos vivido hasta hoy,
pensando egoístamente como meros supervivientes. Nos hacemos viejos y nos
dejamos vencer por la monotonía del derrotado, del vencido que no ha sabido
domar con pluma y arte los recuerdos de un colegio; de una infancia, para
acercarnos paso a paso al jardín de la adolescencia y reencontrarnos con las
viejas historias de siempre.
Lamentablemente, en aquel COU del ochenta y seis quedé el último
en la puntuación de la lista que publicó el AVE. No por ello he sufrido más.
Aunque el dolor es inevitable, permitidme un consejo: el sufrimiento es opcional.
Queridos profesores y compañeros, perdonadme por este divagar
infantil, de un hombre al que la vida ha tratado bien porque la Sagrada Familia
así se lo hizo saber.
Muchas gracias.
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